Berlín, principios de febrero. Tengo la consigna de hablar con Samuel Kishi. Su película, Los lobos, ha sido elegida recientemente para formar parte de la sección Generation Kplus de la 75 Berlinale y un acontecimiento así amerita un diálogo extenso. Tras un par de intentos infructuosos, Kishi por fin aparece del otro lado de la pantalla de nuestra videollamada. Me saluda con un gesto que es a la vez solemne y relajado, quizá más propio de un psicólogo que de un cineasta. Por la ventana de su habitación se cuela una luz radiante que me despierta envidia. Acá, en Berlín, ya hace rato que está todo oscuro. Quiero decirle que extraño el clima mexicano, pero las palabras se me enredan y termino confesándole lo mucho que me gustó Somos Mari Pepa, película que presentó también en la Berlinale, pero de 2014, y que recibiría buenas críticas en ambos lados del Atlántico por su vistazo al mundo de unos adolescentes, que están a punto de entrar a la adultez y que pronto deberán despedirse de sus andanzas.
“Con Mari Pepa escribimos el guion en menos de un año y fuimos levantando la producción conforme recabábamos recursos”, dice, cuando le pido que compare el génesis de los dos proyectos. “Ya desde entonces tenía la idea de Los lobos, que para ese entonces se iba a llamar Los vientos de Santa Ana, pero tan pronto finalizamos Mari Pepa surgieron las complicaciones. Para empezar, los protagonistas de Los lobos eran niños chiquitos y, si bien yo ya tenía experiencia en trabajar, tanto con actores como con no actores, laborar con niños de cuatro, cinco, seis años que te sostengan todo un largometraje significaba un nuevo reto”.
El buen humor del director tapatío, sin embargo, es imbatible. No se medra ni cuando confiesa que Los lobos posee tintes autobiográficos. Tanto él como su hermano Kenji, quien es compositor y hace música para películas –incluidas las de Samuel–, pasaron varias horas de su infancia metidos en un cuarto mientras su mamá se iba a trabajar. En un esfuerzo porque no la extrañaran demasiado, ella les dejaba grabada su voz en un modesto reproductor de casetes. Dicha experiencia es retratada en pantalla por los hermanos Maximiliano y Leonardo Nájar, y el papel de la madre lo encarna la actriz Martha Reyes Arias.
“Eran los 80 cuando nosotros nos mudamos a Santa Ana, California, y por eso era allí donde quería filmar”, asegura Kishi, cuyo entusiasmo aumenta cuando empieza a rememorar el proceso, “pero cuando fuimos me di cuenta de que ese barrio duro e inhóspito que yo tenía en mis recuerdos ya no existía. Por eso cambiamos la locación a Albuquerque, Nuevo México, en donde además hay una devolución de impuestos considerable. Como sea, en cuanto llegué a esa ciudad vi que era el lugar que buscaba: un sitio atrapado en el tiempo. Además de las locaciones, también encontramos allí a los niños que aparecen en la película”.
De acuerdo con el director, para elegir a los protagonistas vio entre 900 y 1000 niños, de los cuales eligió a cinco finalistas. Posteriormente, un taller con Martha Reyes de dos meses y medio les permitió seleccionar a los dos niños, quienes trabajaron con Fátima Toledo, coach de actuación de películas como Ciudad de Dios. Todo iba bien hasta que el niño más pequeño renunció. “Por fortuna, y casi como milagro de rodaje, el hermanito de Max –a quien ya habíamos elegido para el papel del niño mayor–, nos salvó. Su nombre es Leo y no lo habíamos considerado porque lo veíamos muy pequeño, pero al final resultó que tenía cinco años. Gracias a eso ya no tuvimos que trabajar en la dinámica de hermanos”. Según Kishi, ambos actores aguantaron ejercicios muy demandantes, como vivir con Martha durante una semana: «Ella les hacía de comer, les ayudaba a cambiarse de ropa, los bañaba, los llevaba a la escuela”.
Durante la charla, Kishi menciona nombres de directores que admira y que han influido en su visión, como Aki Kaurismäki o Alexander Payne, y manifiesta el respeto por autores mexicanos que son parte de su misma generación: David Pablos, Pablo Delgado y Claudia Sainte-Luce. “Creo que si algo nos une es una búsqueda por permanecer fuera del sistema”.
Antes de dar por terminada la conversación le pregunto cuál sería su principal objetivo, aquello que busca transmitir con un filme tan personal: “Los lobos es una película tierna”, responde al instante, como si hubiese meditado la idea muchas veces antes, “mira, yo lo que quería era contar una historia que hablara de la solidaridad… como mexicano, o como latinoamericano, me opongo al tipo de cine que se regodea con la pornomiseria. Estoy convencido de que somos otra cosa, algo que está por encima de la violencia galopante, del horror. Mi deseo más profundo es que Los lobos funcione como el testimonio de que, si bien no somos individuos perfectos, al menos somos auténticos, y que dicha autenticidad muchas veces alberga bondad y esperanza”.
Berlín, finales de febrero. Samuel Kishi me saluda con un abrazo. Todavía no sabe –yo tampoco– que al terminar la Berlinale Los lobos se llevará consigo dos premios importantes: el Peace Film Prize –otorgado a las películas que ofrecen un mensaje de paz– y el Gran Premio del Jurado Internacional de la sección Generation Kplus. Por el momento eso es irrelevante. Lo que importa es que su película acaba de exhibirse por primera vez: “Sabía que iba a conectar con los adultos, pero no estaba seguro de que también lo lograría con los niños”, me cuenta con un gesto de incredulidad, “y es que eso es lo que más había en la sala: niños, pero, además, niños alemanes”.
Me extiende la mano. Tiene que irse. Lo esperan felicitaciones, otras entrevistas. “¿Cómo sabes que conseguiste esa conexión?”, le pregunto mientras nos despedimos. Me responde inmediatamente: “Hay una escena en la que uno de los niños consigue al fin hacerle un nudo a sus tenis, ¿y sabes qué pasó?, todos los niños en la sala aplaudieron, aplaudieron y yo sentí un escalofrío”.
Sonríe y así, sonriendo, se va.
Mira la plática de Samuel Kishi con Cine PREMIERE durante su paso por el Festival Internacional de Cine de Guanajuato
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